miércoles, 24 de enero de 2018

LOS 39 ARTÍCULOS DE LA RELIGIÓN

Los 39 Artículos de la Religión;


Como fueron promulgados en su canon original en 1563 por su Gracia Matthew Parker, Arzobispo de Canterbury, por mandato de su Majestad Elizabeth I de Inglaterra; revisados y adaptados a nuestra Doctrina, Disciplina y Culto, según el principio: lex orandi, lex credendi-La ley de la oración es la ley de la creencia-; para ser fundacionales y vinculativos, y no sólo documentos históricos; tal y como es aprobado y reconocido por el texto del Pacto Anglicano, numeral 1.1.2.

"Confesamos poseer y predicar la fe que nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo entregó desde el principio a los santos Apóstoles y que éstos predicaron en el mundo entero. La fe que confesaron, expusieron y transmitieron a las Iglesias los santos Padres, a quienes seguimos en todo".
De las Actas del II Concilio de Constantinopla (553)


I.- De la fe en la Santísima Trinidad
 Hay un solo Dios vivo y verdadero, inmenso e inmutable, incomprensible y todopoderoso, omnisciente y omnipresente, justo y misericordioso, inmortal e invisible; el Creador y Conservador de todas las cosas, así visibles como invisibles, fuente y origen de toda santidad. Y en la unidad de esta naturaleza divina hay Tres Personas distintas de una misma substancia, poder, gloria y eternidad: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.


II.- Del Verbo o Hijo de Dios, verdadero Dios y verdadero Hombre
El Hijo Unigénito, la Segunda Persona de la Trinidad, que es el Verbo del Padre, engendrado del Padre desde la eternidad, verdadero y eterno Dios, siendo de la misma naturaleza que el Padre, en la plenitud de los tiempos, por obra y gracia del Espíritu Santo, el Verbo se hizo carne: tomando nuestra naturaleza humana en el seno de la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios; de modo que las dos naturalezas enteras y perfectas, esto es, divina y humana, se unieron en una Persona, para no ser jamás separadas, de lo que resultó un solo Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre; que verdaderamente padeció, fue crucificado, muerto y sepultado, para reconciliarnos con su Padre, y para ser sacrificio, no sólo por la culpa original, sino también por los pecados actuales de los hombres.


III.- Del descenso de Cristo a los infiernos
Así como creemos que Cristo murió por nosotros y fue sepultado, también debemos creer que descendió a los infiernos a donde fue a proclamar el Evangelio de salvación a las almas allí encadenadas y privadas de la visión de Dios. San Pedro nos dice que "Hasta a los muertos ha sido anunciada la Buena Nueva".
Siguiendo las enseñanzas de Nuestro Señor, la Iglesia advierte a los fieles de la existencia del infierno, lugar de tormento y castigos eternos preparado para el diablo y sus ángeles. La pena principal del infierno es la separación eterna de Dios. Dios no predestina a nadie a ir al infierno, antes bien, Él quiere que todos los hombres se salven y lleguen al Conocimiento de la verdad; sin embargo, Llegado el Juicio Final, las puertas del infierno se abrirán para todos aquellos que desde esta vida decidieron, por su propia y libre elección, pasar la eternidad allí.


IV.- De la resurrección de Cristo
El primer día de la semana Cristo resucitó verdaderamente de entre los muertos, y tomó de nuevo su cuerpo, con carne, huesos, y todo lo que pertenece a la integridad de la naturaleza humana; el mismo cuerpo con el que padeció, con el cual subió al cielo, y allí está sentado a la diestra del Padre; como único mediador entre Dios y los hombres, hasta que vuelva con poder y gloria a juzgar a todos los hombres al final de los tiempos.
El Domingo -Día del Señor-, los Cristianos celebramos y recordamos la victoria de Cristo sobre la muerte., según el ejemplo de los Apóstoles y la Primitiva Iglesia.


V.- Del Espíritu Santo
El Espíritu Santo, el Paráclito, Señor y dador de vida, Maestro y Guía de la Iglesia, que procede del Padre desde antes de todos los siglos, es de una misma substancia, majestad, gloria y eternidad con el Padre y con el Hijo; y es, con el Padre y con el Hijo, verdadero y eterno Dios, la Tercera Persona de la Trinidad, el mismo que habló por los profetas, que ungió al Señor, se derramó sobre los Apóstoles y hoy se nos da en la Confirmación.


VI.- De la suficiencia de las Sagradas Escrituras para la salvación
Las Sagradas Escrituras, la inerrante Palabra de Dios revelada al mundo, contiene todas las cosas necesarias para la salvación; de modo que cualquier cosa que no se lee en ellas, ni con ellas se prueba, no debe exigirse de hombre alguno que la crea como artículo de fe, ni debe ser tenida por requisito necesario para la salvación. La Tradición Apostólica es parte inherente de las Sagradas Escrituras, pues una y otra dan un mismo testimonio de la obra de Dios en su Iglesia por generaciones y se origina en la enseñanza de los Apóstoles: oral o escrita; y su testimonio concuerda. El binomio Sagradas Escrituras y Tradición Apostólica son garantía de ortodoxia en la fe, testigos de parte de Dios para confirmarnos en la fe verdadera; son el Depósito de fe que debemos de preservar firmemente.

​Por las Sagradas Escrituras entendemos aquellos Libros Canónicos del Antiguo y Nuevo Testamento, de cuya autoridad nunca hubo duda alguna en la Iglesia.

De los nombres y número de los Libros Canónicos: (Cánon)
Génesis, Éxodo, Levítico, Números, Deuteronomio, Josué, Jueces, Rut, 1° Libro de Samuel, 2° Libro de Samuel, 1° Libro de los Reyes, 2° Libro de los Reyes, 1° Libro de las Crónicas, 2° Libro de las Crónicas, Esdras y Nehemias, Ester, Job, Los Salmos, Proverbios, Eclesiastés, el Cantar de los Cantares, Los Cuatro Profetas Mayores: Isaías, Jeremías, Lamentaciones, Ezequiel, Daniel, Los Doce Profetas Menores: Oseas, Joel, Amós, Abdías, Jonás, Miqueas, Nahúm, Habacúc, Sofonías, Ageo, Zacarías, Malaquías.

Los otros Libros (como dice San Jerónimo), "los lee la Iglesia para ejemplo de vida e instrucción de buenas costumbres" y por su continuidad en la historia de la salvación; pues ellos dan testimonio de los comienzos de la fe en la resurrección de los muertos, y expresan las primeras intuiciones que preparan la revelación del Verbo y del Espíritu Santo en la plenitud de los tiempos; y tales son los siguientes:

1° Libro de los Macabeos, 2° Libro de los Macabeos, Tobías, Judit, Sabiduría, Eclesiástico, Baruc.

Recibimos y contamos por canónicos todos los Libros del Nuevo Testamento según fueron recibidos comunmente:
El Evangelio según S. Mateo, el Evangelio según S. Marcos, el Evangelio según S. Lucas, el Evangelio según S. Juan, los Hechos de los Apóstoles, la Carta a los Romanos, la 1° Carta a los Corintios, la 2° Carta a los Corintios, la Carta a los Gálatas, la Carta a los Efesios, la Carta a los Filipenses, la Carta a los Colosenses, la Carta a Filemón, la 1° Carta a los Tesalonicenses, la 2° Carta a los Tesalonicenses, la 1° Carta a Timoteo, la 2° Carta a Tmoteo, la Carta a Tito, la Carta a los Hebreos, la Carta de Santiago, la 1° Carta de S. Pedro, la 2° Carta de S. Pedro, la Carta de S. Judas, la 1° Carta de S. Juan, la 2° Carta de S. Juan, la 3° Carta de S. Juan, el Libro del Apocalipsis.


VII.- Del Antiguo Testamento
El Antiguo Testamento no es contrario al Nuevo, puesto que en ambos, Antiguo y Nuevo, se ofrece vida eterna al género humano por Cristo, que es el único Mediador entre Dios y el hombre, siendo él Dios y Hombre; por lo cual no deben escucharse a los que pretenden que los antiguos patriarcas sólamante buscaban promesas transitorias. Aunque la Ley de Dios dada por Moisés, en cuanto a ceremonias y ritos, no obliga a los cristianos, ni deben necesariamente recibirse sus preceptos civiles en ningún Estado; no obstante, no hay cristiano alguno que esté exento de la obediencia a los mandamientos que se llaman morales.


VIII.- De los Credos
El Credo Niceno, como la declaración suficiente de nuestra fe cristiana, el Credo de san Atanasio, como la declaración suficiente de nuestra fe Católica y Apostólica y el comúnmente llamado Credo de los Apóstoles, como Símbolo Bautismal, deben recibirse y creerse firme y enteramente, porque pueden probarse con los testimonios de las Sagradas Escrituras y la Tradición.


IX.- Del pecado original
El pecado original no consiste (como vanamente propalan los pelagianos) en la imitación de Adán, sino que es la falta y corrupción en la naturaleza de todo hombre que es engendrado naturalmente de la estirpe de Adán (por propagación, no por imitación). Por esto, el hombre, persuadido por el maligno, abusó de su libertad, sucumbió a la tentación y cometió el mal; dista muchísimo de la rectitud original con la que Dios lo creó, conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida del pecado original, el cual, se halla como propio en cada uno de nosotros. Ha quedado inclinado al mal, sujeto al error, al sufrimiento y al dominio de la muerte. Las consecuencias de ésta infección de la naturaleza humana permanecen aún en los que son regenerados por el Bautismo y los llama al combate espiritual por el aguijón del pecado -la concupiscencia de la carne-, llamada en griego 
Φρόνημα σαρκός [phrónema sarkós], es decir, la mente carnal e indiscreta (que algunos interpretan como sabiduría, algunos afecto carnal, y otros el deseo de la carne), que no está sujeta a la Ley de Dios y que contiende contra la mente espiritual. La victoria sobre el pecado obtenida por Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó el pecado; por lo que no hay condenación alguna para los que creen, son bautizados y viven en gracia de Dios, aún así el apóstol confiesa que la concupiscencia y la lujuria tienen en sí misma naturaleza de pecado.


X.- Del libre albedrío
Dios ha creado al ser humano racional, con iniciativa y dueño de sus propias decisiones y actos. La condición del hombre después de la caída de Adán es tal que no puede convertirse ni prepararse por su propia fuerza natural y obras a la fe e invocación de Dios. Por lo tanto, no tenemos el poder para hacer buenas obras que sean gratas y aceptables a Dios, sin que la gracia de Dios por Cristo nos prevenga y coopere para que elijamos el bien sobre el mal, y así obre Él en nosotros cuando tenemos esa buena voluntad. La gracia de Cristo no se opone de ninguna manera a nuestra libertad cuándo ésta busca a Dios como su fin último.
El libre Albedrío no libra al hombre de la responsabilidad de sus actos.


XI.- De la Justificación del Hombre
 Creemos que la Justificación nos fue merecida por la Pasión de Cristo, el cual se ofreció en la Cruz como Hostia viva, santa y agradable a Dios; y cuya Sangre vino a ser instrumento de propiciación por los pecados de todos los hombres. Este perdón se alcanza solo por la fe en los méritos de Jesucristo Redentor. La justificación del hombre es la obra más excelente de la misericordia de Dios.


XII.- De las buenas obras
La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre y es necesaria para la salvación. Las buenas obras, que son fruto de la fe y siguen a la justificación, son agradables y aceptables a Dios en Cristo, y nacen necesariamente de una verdadera y viva fe; de manera que por ellas la fe viva puede conocerse tan evidentemente como se juzga al árbol por su fruto. Recordemos la admonición del Apóstol Santiago: "Una fe sin obras, es una fe muerta.


XIII.- De las obras antes de la justificación
Las obras hechas antes de la gracia de Cristo y la inspiración de su Espíritu no son agradables a Dios, porque no nacen de la fe en Jesucristo, ni hacen a los hombres dignos de recibir la gracia, ni merecen la gracia de congruencia (según dicen algunos autores escolásticos); antes bien, ya que no son hechas como Dios ha querido y mandado que se hagan, no dudamos que tengan naturaleza de pecado.


XIV.- De las obras de supererogación
Obras voluntarias no comprendidas en los mandamientos divinos, llamadas obras de supererogación, no pueden enseñarse sin arrogancia e impiedad; porque por ellas los hombres declaran que no solamente rinden a Dios todo cuanto están obligados a hacer, sino que por su causa hacen más de lo que por deber riguroso les es requerido; pero Cristo claramente dice: "Cuando hayan hecho todas las cosas que se les han mandado, digan siervos inútiles somos".


XV.- De Cristo, el único sin pecado
Cristo en la realidad de nuestra naturaleza fue hecho semejante a nosotros en todas las cosas excepto en el pecado, del cual fue enteramente exento, tanto en su carne como en su espíritu, pues es Dios todopoderoso. Vino para ser el Cordero sin mancha que, por el sacrificio de sí mismo una vez hecho, quitase los pecados del mundo; y en él no hubo pecado (como dice San Juan). Pero nosotros los demás hombres, aunque bautizados y nacidos de nuevo en Cristo, aún ofendemos en muchas cosas; y, si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos, y la verdad no está en nosotros.

 A diferencia de Cristo, que por su propia naturaleza divina y virginal Concepción, fue libre de todo pecado y defecto; la Bienaventurada Virgen María, aunque nacida de padres humanos; por una gracia especial concedida a ella por el Padre Celestial, para el que no hay imposibles y lo que quiere lo hace, y en miras a su celestial vocación de ser en la tierra la Madre de su Hijo, ella fue: llena de gracia, favorecida de Dios y bendita entre todas las mujeres: grandes cosas hizo por su sierva el Señor.


XVI.- Del pecado después del Bautismo
No todo pecado mortal voluntariamente cometido después del bautismo es pecado contra el Espíritu Santo e irremisible. Por ello, no debe negarse la gracia del arrepentimiento a los caídos en pecado después del bautismo; ya que después de haber recibido el Espíritu Santo, por nuestra humana debilidad, podemos apartarnos de la gracia concedida en el Bautismo y caer en pecado, y por la gracia de Dios levantarnos de nuevo y enmendar nuestras vidas. Por lo tanto, debe condenarse a los que dicen una vez salvo, siempre salvo, o que ya no pueden volver a pecar mientras vivan, o que niegan el poder del perdón a los que verdaderamente se arrepienten.


XVII.- De la Predestinación y elección
Creemos que en Cristo, Dios nos eligió y predestinó desde antes de que creara el mundo, para estar en su Presencia santos y sin mancha. En su amor infinito, nos destinó de antemano para ser hijos suyos en Jesucristo y por medio de Él. En Él y por su Sangre fuimos rescatados y se nos dió el perdón de los pecados. En Cristo fuimos elegidos para que por medio del Bautismo formemos parte de su pueblo de la Nueva Alianza; y fuimos sellados por el Espíritu Santo prometido, que es el anticipo de nuestra herencia, y todo esto fruto de su inmensa generosidad que se derramó sobre nosotros sin merecerlo.

Así como la consideración piadosa de la Predestinación y de nuestra Elección en Cristo está llena de un dulce, agradable e inefable consuelo para las personas piadosas, que sienten en sí mismas la operación del Espíritu de Cristo, mortificando las obras de la carne y sus miembros mortales, levantando su ánimo a las cosas elevadas y celestiales, no sólo porque establece y confirma grandemente su fe en la salvación eterna que han de gozar por medio de Cristo, sino porque enciende fervientemente su amor hacia Dios; así también para las personas indiscretas y carnales a quienes les falta el Espíritu de Cristo, el tener continuamente delante de sus ojos la sentencia de la predestinación divina es un precipicio muy peligroso, por el cual el diablo les impele a la desesperación o al abandono a una vida totalmente impura, no menos peligrosa que la deseperación.

Además, debemos recibir las promesas de Dios en la forma que son generalmente establecidas en las Sagradas Escrituras, y en nuestros hechos seguir la divina voluntad que nos ha sido expresamente declarada en la Palabra de Dios.


XVIII.- De obtener la salvación eterna sólo por el Nombre de Cristo
Deben, asimismo, ser anatematizados los que se atreven a decir que todo hombre será salvo por medio de la ley o la secta que profesa, con tal que sea diligente en conformar su vida con aquella ley y con la luz de la naturaleza; porque las Sagradas Escrituras nos manifiestan que solamente por el Nombre de Jesucristo es que han de salvarse los hombres.


XIX.- De la Iglesia
La Iglesia visible de Cristo es una Congregación de hombres y mujeres fieles, de niños y adultos, de ancianos y jóvenes, de sanos y enfermos, de santos y pecadores; Pueblo de Dios, Nación santa, Pueblo sacerdotal, en donde se predica la santa Palabra de Dios; se persevera en la enseñanza de los Apóstoles, en la Fracción del pan y en las oraciones; se administran según la mente de Cristo los Siete Santos Sacramentos de la Nueva Alianza; y es apacentada por el Sacerdocio ministerial: Obispos, Presbíteros y Diáconos ordenados por la imposición de manos episcopales y la Oración solemne.

El Bautismo debidamente administrado es la Puerta por la que se entra a la Iglesia de Dios militante en la Tierra, la Iglesia que confesamos en el Credo niceno como Una, Santa, Católica y Apostólica.

Esta Iglesia de Dios, nacida en Pentecostés, está compuesta por tres ramas: La Iglesia triunfante en los cielos, la Iglesia expectante en el Paraíso y la Iglesia militante en la tierra.


XX.- De la Autoridad de la Iglesia
La Iglesia tiene poder para decretar ritos o ceremonias, y autoridad en las controversias de Fe y moral. Sin embargo, no es lícito que la Iglesia ordene cosa alguna contraria a la Palabra Divina escrita, ni puede exponer una parte de las Escrituras de modo que contradiga a otra, y mucho menos alterar la esencia de los Sacramentos. Por ello, aunque la Iglesia sea Testigo y Custodio de los Libros Sagrados y de los Santos Sacramentos así como no debe decretar nada en contra de ellos, así tampoco debe obligar a creer cosa alguna que no se halle en ellos como requisito para la salvación.


XXI.- De la Autoridad de los Concilios Generales
No deben convocarse Concilios Generales o Sínodos sin mandamiento y voluntad de la Autoridad Ordinaria de la Iglesia, el Obispo. Y, al estar reunidos (ya que son una Asamblea de hombres, en la que no todos son guiados por el Espíritu Santo y la Palabra de Dios), pueden errar y a veces han errado, aún en las cosas que son de Dios. Por lo tanto, aquellas cosas ordenadas por ellos como necesarias para la salvación no tienen fuerza ni autoridad, salvo que se pueda afirmar que son tomadas de las Sagradas Escrituras y la Tradición milenaria de la Iglesia de Cristo..


XXII.- Del Purgatorio y otras creencias erroneas
La doctrina concerniente al Purgatorio, el Limbo, el Juicio Particular, el tráfico de las Indulgencias, la ordenación de mujeres al sacerdocio y episcopado, el ecumenismo sincretista, la bendición de uniones homosexuales, la new age, el ocultismo y espiritismo, el fanatismo religioso, la veneración supersticiosa de imágenes y reliquias, la fe sin obras, una vez salvo, siempre salvo, el libre examen, el celibato obligatorio para todo el clero, la Infalibilidad Papal, y el Primado Universal de los romanos pontífices, son doctrinas o creencias vanamente inventadas por el hombre, que no se fundan sobre ningún testimonio de las Escrituras, ni de los Padres de la Iglesia, más bien repugnan a la Palabra de Dios.


XXIII.- Del ministerio a la congregación
No es lícito a hombre alguno tomar sobre sí el oficio de la predicación pública o de la administración de los sacramentos a la congregación, sin ser antes legítimamente llamado y enviado a ejecutarlo; y debemos considerar legalmente llamados y enviados a los que son escogidos a esta obra por los hombres que tienen la autoridad pública en la Iglesia para llamar y enviar ministros a la viña del Señor; es decir, los Obispos, sucesores de los apóstoles en el gobierno de la Iglesia.


XXIV.- De hablar a la congregación en el idioma que entienda el pueblo
El decir oraciones públicas en la Iglesia o administrar los Sacramentos en un idioma que el pueblo no entiende, es una cosa claramente repugnante a la Palabra de Dios y a la costumbre de la Iglesia primitiva.


XXV.- De los Sacramentos
Nuestro Señor Jesucristo, para nuestra santificación, instituyo siete verdaderos Sacramentos, a saber: Bautismo, Confirmación, Eucaristía, Penitencia, Unción de los enfermos, Orden Sacerdotal y Matrimonio, y los confío a su Iglesia para que fueran rectamente administrados a su grey. Los Sacramentos no solamente son señales o pruebas de la profesión de los cristianos, sino más bien son testimonios ciertos y signos sensibles y eficaces de la gracia interior, ya que la confieren o la aumentan; así como de la buena voluntad de Dios hacia nosotros, por los cuales Él obra invisiblemente en nosotros, y no sólo aviva, sino también fortalece y confirma nuestra fe en Él.

Dos son los Sacramentos ordenados por Cristo como necesarios para la salvación: Bautismo y Eucaristía; y por esta razón, a estos se les conoce como Sacramentos Mayores.

Acerca de los otros cinco Sacramentos, comúnmente llamados Sacramentos Menores, es decir: Confirmación, Penitencia, Orden Sacerdotal, Matrimonio y Unción de los enfermos, los cuales, por carecer de algún signo visible o ceremonia ordenada por el Señor para su Administración, no obstante su propia Institución, el Espíritu Santo, Consejero, Maestro y Guía, Presente en la vida y obra de la Iglesia, inspiró a los Apóstoles y sus Sucesores, para que, con la Autoridad de Cristo por ellos recibida, completaran todo aquello que en estos Sacramentos hacía falta para su Administración al pueblo de Dios, esto sin cambiar la Institución de Cristo en los mismos, ya que muchas otras cosas hizo el Señor en presencia de sus discípulos, pero no se escribieron todas, pues si se hubieran escrito todas esas cosas, ni aún en todo el mundo cabrían todos los libros que se hubieran escrito, como nos dice san Juan; Cristo mismo ya lo había anunciado cuando dijo a sus discípulos: "Más el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, Él les enseñará todas las cosas, y les recordará todo lo que YO les he dicho".

Los Sacramentos Menores, por muy diversas situaciones o motivos, no se reciben o se aplican por igual a todas las personas, como el Bautismo y la Cena del Señor, los cuales son obligatorios a toda la Iglesia; sin embargo, debemos procurarlos ya que al ser medios de gracia eficaces, nos son muy necesarios para fortalecer nuestra vida de gracia en Cristo.

Por lo tanto, debemos de rechazar enérgicamente a aquellos que enseñan que Cristo Instituyó solamente dos Sacramentos en lugar de siete.

El Bautismo, la Confirmación y el Orden Sacerdotal imprimen en el alma de quien los recibe un sello permanente y distinto llamado carácter, por lo que, una vez administrados válidamente, no pueden repetirse en la vida sin cometer sacrilegio.

La Iglesia no tiene el derecho para cambiar aquello que pertenece a la substancia de los Sacramentos.

Por medio de los Sacramentos, los fieles se unen a Dios Trino y Uno, Padre, Hijo y Espíritu Santo, de una manera mística y real, y sólo en aquellos que los reciben dignamente, producen un efecto u operación saludable, pero los que indignamente los reciben su propia condenación reciben, como nos dice San Pablo.


XXVI.- De que la indignidad de los ministros no impide la eficacia de los Sacramentos
Aunque en la Iglesia visible los malvados están siempre mezclados con los buenos, y algunas veces los malvados tienen autoridad superior en el ministerio de la Palabra y de los Sacramentos, no obstante, como no lo hacen en su propio nombre sino en el de Cristo, ministran por medio de su comisión y autoridad, y podemos aprovecharnos de su ministerio, oyendo la Palabra de Dios y recibiendo los Sacramentos. El efecto de la Institución de Cristo no es eliminada por su iniquidad, ni es disminuida la gracia de los dones divinos con respecto a los que por fe reciben debidamente los Sacramentos que se les ministran, los cuales son eficaces, debido a la Institución y promesa de Cristo, aunque sean ministrados por hombres malvados.

Pertenece, sin embargo, a la disciplina de la Iglesia el que se averigüe sobre los ministros indignos, y que sean acusados por los que tengan conocimiento de sus ofensas; y que finalmente, hallados culpables, sean depuestos por sentencia justa.


XXVII.- Del Bautismo
El Bautismo no es solamente un signo de profesión y una seña de distinción por la que se identifican a los cristianos de los no bautizados, sino también es un signo de regeneración o renacimiento, por el cual, como por instrumento, los que reciben debidamente el Bautismo son injertados en la Iglesia Católica; las promesas de la remisión de los pecados, Original y actuales,  y de nuestra adopción como hijos de Dios por medio del Espíritu Santo, son visiblemente señaladas y selladas; la fe es confirmada y la gracia aumentada, por la virtud de la oración a Dios.

El bautismo de los niños, como algo totalmente de acuerdo con la Institución de Cristo, debe conservarse de cualquier forma en la Iglesia.


XXVIII.- De la Cena del Señor
La Cena del Señor no es sólo un signo del mutuo amor que los cristianos deben tener entre sí, sino más bien, es el Memorial (anámnesis) de nuestra redención por la muerte y resurrección de Cristo; de modo que para los que debida y dignamente y con fe lo reciben, el Pan que partimos es una participación del Cuerpo de Cristo y, del mismo modo, la copa de bendición es una participación de la Sangre de Cristo.

La Presencia Real de Cristo en la Sagrada Eucaristía, sucede de un modo místico y celestial que no entendemos y mucho menos nos atrevemos a definir, pero por la fe, sabemos que es verdad; Es Misterio de fe, como lo enseña Santo Tomás de Aquino: “La Presencia del verdadero Cuerpo de Cristo y de la verdadera Sangre de Cristo en este Sacramento, no se conoce por los sentidos, sino sólo por la fe, la cual se apoya en la autoridad de Dios” (S. Theo. 3, 75, Responsio, paragraphum 1).

Esta PRESENCIA VERDADERA, REAL, SUBSTANCIAL Y OBJETIVA de Cristo en la Sagrada Comunión, no se parte, no se divide, sino que Él está todo entero presente, con su Cuerpo, Sangre, Alma, y Divinidad, en cada una de las Especies Consagradas por el Obispo o el Presbítero delegado por él. "No es el hombre quien hace que las cosas ofrecidas se conviertan en Cuerpo y Sangre de Cristo, sino Cristo mismo que fue crucificado por nosotros. El Sacerdote, figura de Cristo, pronuncia estas palabras, pero su eficacia y su gracia provienen de Dios: Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre, dice; estas palabras con el poder del Espíritu Santo (epíclesis) transforman los dones ofrecidos, el pan y el vino"; como nos lo enseña San Juan Crisóstomo.

Si bien, en un principio el Sacramento de la Cena del Señor sólo se reservaba con el fin de llevarlo a los ausentes en la Celebración principal, pronto la Iglesia, se dio cuenta que debía honrar la Presencia de Cristo en la Eucaristía, lo que dio lugar al Culto Eucarístico; máxima expresión de amor de la esposa hacia su esposo, que tanto la amó y se entregó por ella.

El verdadero Culto a la Eucaristía es ajeno a supersticiones y abusos.

La Eucaristía o Cena del Señor es prenda de vida eterna; y para recibirla debemos examinar nuestras vidas, arrepentirnos, confesar nuestros pecados y vivir en caridad fraterna.

Otros nombres con los que se conoce a la Cena del Señor, son:
La Santa Misa, la Fracción del Pan, la Santa Eucaristía, la Divina Liturgia, la Santa Comunión, Banquete del Señor, Asamblea Eucarística, el Memorial de la pasión y resurrección del Señor, Santo Sacrificio, el Sacrificio de alabanza y acción de gracias, el Sacrificio Puro y santo, el Sacrificio espiritual, el Sacrificio incruento.


XXIX.- De los impios, que comen el Cuerpo de Cristo al participar de la Cena del Señor
Los impíos y los que no tienen fe viva, aunque mastiquen carnal y visiblemente con sus dientes (como dice San Agustín) el Sacramento del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, de ninguna manera son partícipes de Cristo; más bien, comen y beben para su propia condenación el signo o sacramento de una cosa tan grande.


XXX.- De las dos especies
El Cáliz del Señor no debe negarse a los laicos, puesto que ambas partes del Sacramento de la Cena del Señor, por ordenanza y mandato de Cristo, deben ministrarse por igual a todos los cristianos. Empero, cuando por alguna necesidad, una persona recibe en comunión sólo una de las dos especies, habrá ésta recibido toda la gracia del sacramento.


XXXI.- De la única oblación de Cristo en la cruz
La Oblación de Cristo sobre el Ara de la Cruz, hecha una sola vez y para siempre, es la perfecta redención, propiciación y satisfacción por todos los pecados del mundo entero, tanto del original como los actuales, y ninguna otra satisfacción hay por el pecado sino ésta. El Sacrificio de Cristo en el Calvario y el Sacrificio de la Eucaristía es uno y el mismo, no otro: Es la renovación incruenta por ministerio de los obispos y de los presbíteros de aquel Sacrificio cruento en el Gólgota; como dice la Palabra de Dios: su misericordia se renueva cada mañana.


XXXII.- Del matrimonio de los presbíteros
Ningún precepto de la ley divina manda a los obispos, presbíteros y diáconos vivir en el estado del celibato o abstenerse del matrimonio; por tanto, es lícito que ellos, al igual que los demás cristianos, contraigan matrimonio a su propia discreción, si considerasen que así les conviene mejor para la piedad.


XXXIII.- De las personas excomulgadas y cómo deben evitarse
La persona que, por denuncia pública de la Iglesia, es debidamente separada de la unidad de la misma y excomulgada debe considerarse por todos los fieles como pagano y publicano, hasta que, por medio de la penitencia, no fuera públicamente reconciliada y recibida en la Iglesia por el propio Obispo.


XXXIV.- De las tradiciones de la Iglesia
No es necesario que las tradiciones y ceremonias sean en todo lugar las mismas o totalmente parecidas, porque en todos los tiempos han sido distintas y pueden cambiarse según la diversidad de los países, los tiempos y las costumbres, con tal que en ellas nada se ordene contrario a la Palabra de Dios.

Respetando la esencia de los Sacramentos, toda Iglesia particular o nacional tiene la facultad para ordenar, cambiar y abolir las ceremonias o ritos eclesiásticos ordenados únicamente por la autoridad del hombre, con tal de que todo se haga para su edificación y a la mayor gloria de Dios. Y una vez aprobados estos ritos o ceremonias de la Iglesia, deberán ser fielmente observados, y nadie por su propio juicio, voluntaria e intencionalmente cambie o altere dichos ritos y ceremonias, so pena eclesiástica.

No debemos confundir las tradiciones de la iglesia con la Tradición Apostólica de la Iglesia, la cual, por ser parte del Depósito de la fe, no puede ni debe ser alterada y mucho menos ignorada.


XXXV.- De las homilías
Puesto que la fe viene por el oír, el oír la Palabra de Dios, es pues, deber de la Iglesia en su predicación, el anunciar valerosamente la vida y hechos de Nuestro Señor Jesucristo y de sus santos como signos del amor universal de Dios, fuente de toda gracia. Por consiguiente, los pastores de almas no enseñen en sus homilías cosa alguna que no esté conforme con la sencillez y verdad evangélicas y con el Espíritu de Cristo, iluminando al pueblo de Dios acerca de los misterios de la fe y las normas de vida cristianas, para gloria de Dios y salvación de sus almas.

El libro de las homilías, cuyos distintos títulos hemos reunido al final de este artículo, contiene una doctrina piadosa, saludable y muy necesaria para estos tiempos de grave necesidad en la Iglesia de Dios; y, por tanto, juzgamos que deben ser leídas por los ministros diligente y claramente en las Congregaciones, estudios bíblicos o escuela dominical, para que el pueblo las escuche, las pueda entender y sobre todo poner en práctica en su vida diaria.

De los nombres de las homilías:

1.- Del debido uso de la Iglesia.
2.- Contra la idolatría.
3.- De la reparación y limpieza en las iglesias.
4.- De las buenas obras; del ayuno en primer lugar.
5.- Contra la glotonería y embriaguez.
6.- Contra el lujo excesivo en el vestido.
7.- De la oración.
8.- Del lugar y tiempo de la oración.
9.- Que las oraciones comunes y los divinos Misterios deben Celebrarse y Administrarse en idioma conocido.
10.- De la reverente estimación de la Palabra de Dios.
11.- De dar limosna.
12.- Del Nacimiento de Cristo.
13.- De la Pasión de Cristo.
15.- De recibir dignamente el Santísimo Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Cristo.
16.- De los dones del Espíritu Santo.
17.- Para los días de Rogativa.
18.- Del estado del Matrimonio cristiano.
19.- Del arrepentimiento.
20.- Contra la ociosidad.
21.- Contra la rebelión.



XXXVI.- Del Ordinal para la Consagración de los Obispos y la Ordenación de Presbíteros y Diáconos
El Libro para la Consagración de Obispos y la Ordenación de Presbíteros y Diáconos al servicio de la Iglesia, comúnmente llamado el Ordinal, vigente en esta Iglesia, contiene todos los ritos necesarios para dicha Consagración u Ordenación, y no contiene cosa alguna contraria a la Palabra de Dios o a la Tradición Apostólica de la Iglesia de Cristo. Por lo tanto, decretamos que cualquier varón piadoso, que una vez cumpliendo con los requisitos de la Constitución y Cánones al respecto, sea Consagrado u Ordenado, según dichas Fórmulas prescritas, está válida, lícita y legítimamente Consagrado u Ordenado para ministrar en la Iglesia de Dios según el grado del Orden Sacerdotal recibido.


XXXVII.- De la Autoridad Civil
Toda Autoridad legítima viene de Dios. El Jefe de Estado tiene la autoridad suprema en el país en todos los asuntos temporales inherentes a su alta investidura en el servicio a la Nación, para ejercer un gobierno justo, refrenar toda maldad, mantener el orden y preservar las garantías de los ciudadanos, más no tiene autoridad alguna en los asuntos espirituales de la Iglesia, y mantenemos que es deber de todos los hombres que profesan el Evangelio apoyar y obedecer respetuosamente a la Autoridad Civil regular y legítimamente constituida.

El poder de los Magistrados Civiles se extiende a todos los hombres, tanto clérigos como laicos.

Los cristianos deben contribuir al bien de la sociedad según su propio estado de vida, actuando de manera responsable en sus finanzas, pagando sus impuestos, trabajando honestamente y cuidando a su familia.

Es lícito a los hombres cristianos, cuando son llamados por la autoridad competente, tomar las armas y servir a su patria en la guerra.


XXXVIII.- De los bienes cristianos, que no son comunes
Las riquezas y los bienes de los cristianos no son comunes en cuanto al derecho, título y posesión, como falsamente se jactan ciertos Anabaptistas. No obstante, todos deben dar liberalmente de lo que poseen a los pobres, según sus posibilidades.


XXXIX.- Del juramento del cristiano
Así como confesamos que a los cristianos les está prohibido por nuestro Señor Jesucristo y su apóstol Santiago el juramento vano y temerario, también juzgamos que la religión cristiana de ningún modo prohíbe que juren cuando lo exige el magistrado en causa de fe y caridad, con tal que se haga según la doctrina del profeta, en justicia, en juicio y en verdad.


"Nos y nuestros vasallos, alabado sea Dios, no seguimos una religión nueva o extraña, sino la misma religión que Cristo manda, que sanciona la Iglesia primitiva y católica, y que aprueban la mente y la voz de los Padres más antiguos en común acuerdo"
Palabras de su Majestad Elizabeth I al Emperador Fernando I de Habsburgo en 1563.